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PREVIO A LA II GUERRA PÚNICA

Entre los años 218 a.C y 202 a.C. Roma y Carthago libraron el segundo de los tres conflictos que les enfrentarían y, en su inicio, las circunstancias eran totalmente distintas a las de la Primera Guerra Púnica o de las que llevarían a la Tercera.

Por un lado Carthago se había recuperado, gracias a la dominación de la Península Ibérica por parte del clan Bárcida, de la gravísima crisis sufrida tras su derrota contra Roma. En 218 a.C., año de la caída de Sagunto, Aníbal ya había consolidado el poder carthaginés en gran parte de Iberia, con incursiones que llegaron incluso a la actual Salamanca, lo que colocó a los carthagineses, ya fuera por política de pactos o por directa dominación militar, en posesión de la Península y permitiendo la rápida recuperación económica de la urbe púnica.

Por el otro lado, Roma, aprovechando la grave crisis carthaginesa tras la Primera Guerra Púnica, se apropió entre los años 236 y 231 a.C. de las islas de Córcega y Cerdeña, lo que sumados a Sicilia, arrebatada a los carthagineses, supusieron sus tres primeros territorios fuera de la península italiana. Olvidando un poco a los púnicos, Roma centró su política exterior en el norte de Italia y en el Mar Adriático. En las faldas de los Alpes libraría varias guerras, algunas muy cruentas contra las tribus galas que allí habitaban y entre los años 229 y 219 a.C. se enfrentarían a los ilirios, pueblo del Adriático que interfería en las relaciones comerciales entre Roma y Grecia. Estos enfrentamientos continuos y la clara recuperación carthaginesa en Hispania, llevaron a Roma a firmar en el 226 a.C. el Tratado del Ebro con Asdrúbal. Fijando el límite norte de la expansión carthaginesa en dicho río, con lo que Roma, probablemente, sólo buscara guardarse las espaldas mientras resolvía sus problemas con galos e ilirios.

Este es el contexto geopolítico que ambos contendientes vivieron antes del estallido de la guerra. Entre tanto, la capital carthaginesa en Hispania, Qart-Hadast, iniciaba la que sería una época de gran florecimiento. Elegida en el 237 a.C. por Asdrúbal como capital carthaginesa, la ciudad fue construida sobre un asentamiento ibero-fenicio que las fuentes llaman Mastia y del que, por desgracia, apenas quedan evidencias arqueológicas. La elección del asentamiento es clara: su mayor cercanía a Carthago con respecto a Gades (Cádiz) y la posesión de un puerto natural de similares condiciones, daban clara ventaja a la ciudad del Mediterráneo frente a la del Atlántico, a lo que hay que sumar la cercanía de sus minas y una posición más centrada de cara a la dominación del interior peninsular. Pero será tras su caída en el 209 a.C. en manos romanas, cuando la ciudad se convierta en la capital romana de Hispania, aún antes de que finalizara la guerra. Publio Cornelio Escipión supo ver la ventajas que tal asentamiento ofrecía y Carthago-Nova (de donde deriva nuestro actual “Cartagena”) tras menos de treinta años de dominación carthaginesa, iniciaría sus casi cinco siglos de Historia Romana, desfilando por ella casi todos los grandes hombres que esta ciudad ofreció: Cayo Mario, Cneo Pompeyo “el Grande”, Cayo Julio Cesar o el Emperador Galva, llegando a dirigir, ya en el Bajo Imperio, una provincia cuyas fronteras llegaban hasta la cuenca del Río Duero.

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